Los cuervos asoman de las rendijas,
buscan carne, huyen del cielo.
Miles de insectos evacúan sus agujeros,
todo el aire se ha perfumado ya de tierra.
El viento cesa de pronto.
A lo lejos ruge lo que se acerca.
Las hojas hacen sonar
las primeras gotas.
Ya viene.
Los cuervos temen a la muerte.
Caminan. Sus alas ya no son nada.
El crescendo de las gotas es lento pero constante;
cada vez más cerca.
Luz.
Tiempo.
Sonido.
El viento ha desaparecido por completo.
De pronto se rompe el crescendo
y sube diez peldaños.
Los cuervos ya ni lloran.
El sonido de las gotas con las hojas
es tan perfecto y armónico que nunca podría ser música.
Se moja el folio.
El agua no entiende de ventanas
ni de verticalidad.
El agua pasa.
Luz. Sonido.
Poder.
De pronto decrece.
La luz prosigue. El sonido también.
La lluvia escapa,
tiene miedo del agua.
Ahora, sólo el chorro grueso del canalón.
Y el viento,
que vuelve tímido
asustado del aire.
Y vuelve con él la tierra.
Poder.
Me dejo envolver un rato.
Retomo la escritura.
Hace mucho que no sé de los cuervos.
Sólo recuerdo sus ojos muertos señalándome.
Luz.
Silencio.
Sonido.
Ya se va.
Me dejo ir con ella un rato.
Retomo la escritura.
Estoy sólo ante la nada.
Ya casi no vienen las palabras;
tienen miedo
de ser sólo eso.
Detengo la escritura.
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