Éramos dos gotas más.
Ni más ni menos.
Dos gotas en el aguacero.
Dos gotas en el cristal.
Fuimos también
una sola gota.
Una sola gota, redonda y gorda
en el cristal, en el andén.
Una sola gota rodando
sin perder ni una sola
molécula de oxígeno,
una sola gota
esperando cualquier tren
que no fuera hacia el desierto.
Y nos asustó la
lluvia.
Y nos asustó
aquella humedad
donde perdurar es
menos,
donde perdurar sin
más.
Y nos dividimos de
nuevo.
Y volvimos a ser dos gotas.
Dos gotas que se buscan.
Dos gotas que rebotan contra otras gotas,
que no ruedan en cualquier cristal.
Y fuimos, otra vez, dos gotas más.
Y la lluvia iba cesando.
Y evaporarse era una opción
más que atractiva.
Dos gotas a la deriva
que se buscan, que repelen
las gotas de sudor extraño.
Y de tanto en cuanto,
de tanto rebotar y rodar sin más,
nos uníamos de nuevo en una sola gota
que acabó por ser de llanto.
Y fuimos imán por desencanto.
Y nos asustó la
lluvia.
Y nos asustó
aquella humedad
donde perdurar es
menos,
donde perdurar sin
más.
Y nos dividimos de
nuevo.
Y evaporarse era una opción
más que inmediata
y ya no nos quedaban más ventanas.
Y la lluvia terminó.
Y los andenes se quedaron sin trenes.
Y volvimos a ser dos.
Somos dos gotas que se buscan.
Dos gotas más o menos
resignadas al viento.
Y vamos perdiendo hidrógeno
y no somos ya ni llanto.
Y no nos asusta ni la lluvia ni el desierto.
Desaparecemos en la multitud del lago
o nos evaporamos en el mástil de un velero.
Somos dos gotas menos.
Sin más.
Pero volveremos a vernos,
Nos volveremos a llover.
Volveremos a ser una gorda gota más, sin menos.
Volveremos a llovernos.