Una mirada de asombro prende la chispa.
Me pone ser observado
mientras desenlato mi tinta
en un rincón del vagón de metro.
No es normal
atender a los quejidos internos
en esta jungla deforestada de almas.
No es raro, sin embargo,
mirar hipnotizado una luz
y ser un ser anulado.
Desaparecer detrás de cualquier tela
parece lo más lógico,
es de locos,
no ser visto está bien visto,
es de cuerdos.
Recupero viejos conceptos,
paseo por lugares comunes para mí
sorteando las trampas para osos
y poetas pop que puse.
Al fin y al cabo soy minoría
y estos parajes son extraños.
En este trayecto
desatasqué mis tuberías de incognito
pero ahora que todos se esconden
soy un faro de neón rosa
en la costa más oscura.
Es perfectamente lícito
permanecer impávido
mirando los zapatos propios
durante el traqueteo.
Pero parece estar penalizado
observar el entorno,
agitar la coctelera de verbos
y derramar un jugo de oraciones
mientras los demás no existen.
¡Cuánto esfuerzo,
cuántos ceños apretados
tratando de ser una sombra!
Ahora hay trofeos tácitos
para quien mejor se esfume.
Si se quiere existir
se requiere el elixir dorado
o el néctar purpúreo
o el destilado barato
mezclado con infames
líquidos carbonatados.
Si no hay veneno,
serás insano.
¡Ay las pinzas que sostienen
las costumbres culturales!
Estoy riéndome de mí
mientras escribo en la barra del bar
por no abrirme en canal
y ahorcarme con mis tripas.
Sería demasiado previsible.
Ridiculizarme, en cambio,
resulta ser un acto inédito.
Y me riego de llanura y cerveza
para pasar desapercibido.
Todo es más translúcido
empapado de banalidad.
Después del recital viene la risa
y todos son libres ya
del silencio interversal
que genera pensamientos propios.
Por fin el final,
por fin el inicio del ritual báquico,
el principio de la danza y la bajeza
que, al fin y al cabo,
para eso hemos venido.
Para eso nos vendimos.